Basketmaker, Anasazi, Cohonina,
Sinagua y Paiute,
voces que susurran a través de los deltas,
pálidas sílabas, torcidas y estiradas
con el peso del maíz y los frijoles,
cargados por caminos escarpados
hasta los graneros que se llenan
por otro invierno y otro.
Hasta que no hay más inviernos
y la gente también se ha ido,
dejándonos con preguntas torpes
y corazón estremecido.
Nos colocamos en estos sonidos antiguos:
sombras profundas
trepando de color a color,
el clima galopando
y el silbido de la temperatura
sobre la línea del agua,
sinfonía de cigarras
y los fantasmas de Nevills y Loper,
los hermanos Kolb, Georgie,
el Mayor de un solo brazo,
todos riendo mientras sus historias
reverberan entre estos muros.
El río nos envuelve en sus decibeles,
3,500 metros cúbicos por segundo
reducidos a 226 esta estación
para cubrir las necesidades de energía californianas.
La Glen Canyon Dam ajustando sus turbinas,
sus electrones frenéticos,
burlándose de la naturaleza
con su empinada vibración disonante,
regulando el flujo de lo que fuera salvaje
hacia lo que ahora actúa sin pensar en el futuro,
sosteniendo una mano afuera,
la otra detrás de la espalda.
Mientras nos llevan río abajo,
los remos besan el agua, rebanan la calma
de algas verdeazules
con la explosión blanca de las olas.
Este sonido también
está tejido con una armonía
rota sólo por el zumbido
de un motor ocasional,
el súbito golpe de la tapa de la escotilla
contra la cubierta.
Un interludio de trueno
o roca distante que cae
hace eco de la pregunta inevitable:
¿Qué sería
si uno de esos épicos eventos geológicos,
--lava gigante o flujo de escombros,
cascada cayendo sobre los acantilados,
un lado del cañón estancado
por una acometida de peñascos—
ocurriera hoy
ante nuestros asombrados ojos
y oídos?
¿Y cuál sería el sonido
si nadie lo escuchara?
Cada kilómetro del río
me enseña a escuchar
los sonidos pequeños
y lo que significan.
El coro de ranas por la noche.
El carnero
tirando grava
desde el angosto saliente pedregoso.
Las dos lagartijas Desierto Espinoso
restregándose suavemente en su cita de amor.
En el silencio absoluto
es donde quiero usar mi tiempo.
Luego otro sonido gira
y crece.
La respiración se acelera.
Todos los corazones se centran y adelantan,
toda la energía dibuja
lo que no podemos ver todavía,
sólo oír
tras la curva del río.
Poder puro. Implacable.
Granito o Unkar o Hance.
rápidos que gritan sus nombres
en el lenguaje de todos sus ayeres.
Este es el rugido que nos jala
por sobre el preludio del rápido
y hacia nosotros mismos,
nos centra en nuestro conocimiento y miedo.
Este el lugar implacable
que se mueve a nuestro alrededor,
abrazándonos perfectamente balanceado
en su feroz golpeteo,
naturaleza más grande que cualquier sueño.
Cada uno de nosotros tiene su trabajo
en el momento de la conexión.
(traducción de María Vázquez Valdez)